EXHIBICIÓN DE ATROCIDADES, Joaquín Jesús Sánchez

 Si el mundo tiene extremos donde hay abismos es sensato pensar que están poblados por criaturas formidables y temibles, como Jasconius, un pez enorme que intenta morderse la cola desde que Dios lo creara en el quinto día. Antes de que la tierra estuviese enteramente descubierta, los testimonios de los viajeros, el Fisiólogo y la exactitud de la Biblia hicieron creer a los hombres que el mundo estaba minado de horrores. Los medievales se ocuparon de la tarea de recapitular todos los seres de la Creación, y así, en los bestiarios, aparecen juntos la Quimera y el leopardo, porque para Dios nada hay imposible.

 

Se describe a los monstruos porque se teme su existencia. Si lo bueno es lo mismo que lo bello y que lo verdadero, un ser con varias cabezas o un resumen de varios animales es necesariamente malvado. Pensemos en la mantícora, que devora personas, por lo que sabemos de su maldad. La forman una cabeza humana, un cuerpo felino y una cola con púas, que atestiguan su fealdad. Descrita así decimos que no es un hombre, ni un león ni un escorpión, sino un engendro; no es un animal de verdad, sino un compuesto. Además, el mal, ya lo enseñó Platón, es solamente la privación del bien. Para coronar sus virtudes, la mantícora imita el llanto de un niño para atraer a sus víctimas, a las que pierde su piedad.

 

La construcción de monstruos puede hacerse siguiendo tres métodos acreditados por la tradición. El primero, ya lo hemos expuesto, es la reunión de partes o la multiplicación de una de ellas. Este modo ha engendrado a la Quimera, a las arpías, a las sirenas, al Minotauro, a la Hidra de Lerna, a la criatura de Frankenstein o al basilisco, que «reside en el desierto; mejor dicho, crea el desierto».

 

El segundo se logra a través del agigantamiento, porque un ser colosal suele ser terrible, como lo es Dios mismo si se olvidase de su bondad. Así nació el Leviatán, cuyo lomo confundió el monje Borondón con una isla y en donde encendió un puchero, que despertó al animal y lo hizo hundirse. Pero cuando el Leviatán no duerme devora barcos, «crudelísima serpiente del agua». Lo creó parejo Dios a Behemot, que tiene por nombre una palabra en plural, «llamado ansí por su desaforada grandeza, que siendo un animal vale por muchos». A ambos se los describe en el libro de Job y fueron aniquilados por su creador temiendo que pudieran destruir el mundo.

 

El tercero es un modo metafísico. Aunque dijésemos que un ángel es un hombre con alas, su belleza y su oficio lo sacan del catálogo de los monstruos. Pensemos ahora en Lucifer, que es un ángel que odia a Dios –he aquí lo temible– y que, por vivir en el infierno, quiere que los hombres se condenen; porque estando privado él de la felicidad no quiere que nadie la goce. Esto ha atormentado a generaciones de hombres.

 

Estos métodos se vienen replicando desde la antigüedad y se adaptan fácilmente a todas las épocas, porque el espíritu humano teme siempre las mismas cosas. Godzilla es un lagarto colosal al que ha amamantado la radiación del Pacífico. En la Edad Media desconocían la radioactividad, pero convinieron en explicar la paternidad del basilisco por la aberrante conjunción de un gallo que pone un huevo y una serpiente que lo incuba.

 

La generación de monstruos no sólo testimonia los miedos de los hombres sino también su ingenio. Los que imaginaron al Minotauro no sólo juntaron un hombre con un toro, sino que justificaron su genealogía e idearon su encierro: el laberinto es también una construcción atroz, porque es una casa ideada para perderse. También al hacedor del laberinto le pusieron nombre y le buscaron una desdicha: la de ser un padre que no tiene hijo, que es, en cierto modo, una forma de aberración.

 

De las atrocidades que expone José Castiella (Pamplona, 1987) sólo sabemos que son plásticas. La postmodernidad, entre otras muchas pérdidas, nos ha privado del espanto de la mandrágora o del dragón, porque ya no esperamos que existan: sólo nos han quedado miedos pedestres. Los seres de Castiella son –su época no les permite más– el recuerdo de un tiempo glorioso de la imaginación y de la ignorancia. Su generación no se explica por ninguno de los procesos que hemos descrito antes, sino por las propiedades físicas de la pintura, que está colocada según sus inclinaciones naturales: el fluido, la mezcla y la salpicadura.  Son criaturas confinadas en su representación: si en los bestiarios medievales las miniaturas dibujaban al centauro sobre un prado o en la selva, a las atrocidades de Castiella las origina el fondo del cuadro. Éste es su hábitat.

 

Están repartidas en un corrillo que rodea al espectador y que lo obliga a formar parte de su reunión. Son formas grotescamente pictóricas, en las que se adivina la horizontalidad del proceso, el azar y la sedimentación. Las capas de acrílico se suceden, ordenada y mullidamente, desde la tela hasta el espectador, creando una sensación de bajorrelieve que permite a la criatura participar tímidamente del mundo exterior. A la volubilidad de la pintura, que se mueve por sus propios afanes y a la que se le concede gentilmente libertad, se le superpone el esmero del pintor: la segunda acción es medida, pulcra, afinada. La mancha se completa con minuciosidad, hallándole las particularidades que el simple despliegue de la pintura hasta ahora sólo insinuaba. Pero no sólo se añade: al crecimiento a veces le sorprende una retirada, un agujero como de cata, que permite curiosear entre las capas compactadas.

 

Como se aprecia, es un proceso doble, de una tensión entre lo que azarosamente ocurre y lo que deliberadamente se persigue. Es un itinerario que puede rastrearse de una manera arqueológica: el fondo sugiere los colores y la dilución que conforman la mancha que propicia las concreciones que se practican finalmente. Es un proceso de alguna manera análogo al descubrimiento de la zoología fantástica. Sospecho que el primer avistador del Kraken no lo vio en su esplendor de una primera vez: debemos asumir que el calamar permaneció mucho siendo una silueta y que así fue moldeando el temor de los navegantes, que fueron atribuyéndole a esa sombra tentáculos larguísimos y una voracidad sólo comparable a su maldad.

 

Nuestra relación con lo monstruoso o lo atroz es una forma de comunión: en muchos tiempos y en muchos lugares nos hemos encontrado con lo temible y hemos reaccionado de maneras parecidas, con la salvedad de que los medievales no conocían el kitsch, ni los románticos el cómic: cada tiempo tiene sus imágenes. «Ignoramos el sentido del dragón, como ignoramos el sentido del universo, pero hay algo en su imagen que concuerda con la imaginación de los hombres, y así el dragón surge en distintas latitudes y edad». Los cuadros de Castiella forman así parte de una tradición venerable, de generación de asombros y terrores.

 

 

 

Joaquín Jesús Sánchez